A veces, la vida nos trae un ángel de regalo, hijos que llegan a nuestras vidas por un corto tiempo, que tal vez no llegan siquiera a recibir el calor del sol.
Esos ángeles, son un regalo de doble filo, lo agradecemos y a la vez nos preguntamos por qué o para qué lo recibimos.
Cuando perdemos un hijo, queda un inevitable vacío de ilusiones, un vacío que llenamos con un llanto contenido, que algún día más tarde o más temprano, tendremos que devolver en pequeñas cuotas de lágrimas.
Cuando perdemos un hijo, queda la tristeza enorme de los meses que no amantamos, del cochecito que no compramos, de los cumpleaños que no festejamos y del Papá Noel que ya no supo qué hacer con el regalo que para esa criatura tenía destinado.
Cuando perdemos un hijo, queda la imagen de los juegos que no jugaron, del beso con abrazo que no les dimos, de la mano que no tomamos, del calor que no le brindamos, el mismo que no recibieron.
Cuando perdemos un hijo, queda también, la sensación de contar con alguien, que nos cuida y nos guía desde una dimensión tan existente como invisible y es por invisible que nos cuesta tanto tenerle fe, creer en ella y dejarnos guiar, entonces, nos ponemos a luchar, a maldecir por lo que nos hizo la vida, a preguntarnos por qué a nosotros, a buscar explicaciones a cosas inexplicables… hacemos eso, en vez de aceptarlo como el regalo más sagrado que la vida pudo hacernos, un regalo costosísimo, un regalo premium que solo unos pocos estamos preparados para recibir.
Cuando perdemos un hijo, no lo perdemos, se queda con nosotros eternamente, aún más presente que los “presentes”, aún más vivos que los “vivos” …